Publicado en XYZ

Hacía tiempo que no acudía a una boda. Esas cosas de mi edad, que llevan a otro tipo de eventos más tristes o serios, ya saben muchos de los que hablo. Sin embargo, hace unos días volví a ver a dos recién casados, Silvia Shaw y Juan Antonio Romero. Me parecieron una especie en extinción, propia de  protección institucional, en esta sociedad llena de separaciones, falta de fe, propósitos de inmaduros y pocas ganas de nada que tenga que ver con un esfuerzo.

 Allá fui como si tal cosa a la cosa tal. Poco a poco empezaron a crecer mis sentidos a la par que aumentaba el número de invitados según iban llegando. Sus dedos con las alianzas que airean mil futuras entregas comprometidas. La pasión, la dulzura y la esperanza del acierto. Una unión por la Iglesia, sí. Fuera de la moda. Una celebración como las de toda la vida, dando todo. Familiares y amigos se engalanan para ellos dos (costumbre que observo que no se respeta en muchos casos pero sigue teniendo un significado de respeto y cariño). Y digo que se engalanan para ellos dos en correspondencia a cómo los novios cuidan hasta el último detalle para ofrecer a los invitados.

Dejé en edad casadera, la mía y la de mi panda de amigas, un mundo de bodas en cascada que se preparaban con todo primor. Pero me lo encuentro cuidado al máximo y en manos de auténticos profesionales que se reparten todos los apartados del conjunto de un enorme éxito. Entre ellos aparece María Ximénez, un torbellino de energía bien encauzada. En una definición rápida, es una estilista del amor decorando sentimientos. Parece organizar bodas como si, desde su celebración, indicara las pistas que seguir en el futuro. Porque adornar el amor es algo que debemos hacer siempre, incluido el día de la boda. Y como me gustan las metáforas observo que María muestra  la importancia de los detalles, que nunca falten los detalles más pequeños. Que no nos ocurra como en aquella canción de Julio Iglesias en la que se cuenta que faltaron, en la que se olvidó de vivir. Pues ahí estaba María Ximénez, rodeada de Rafael Juliá y Marta de la Cruz con su catering Lambel (pocos apellidos como Juliá para hacer que sólo escucharlos los jugos gástricos se alteren) ; ahí estaba apoyada de las encantadoras y enérgicas Rocío Caballero y Marta Talegón y su Apunto (no adornan con detalles, adornan con sentimientos)…

María va sin prisa y sin pausa. Manda sin mandar y ordena lo ordenado. Casi invisible, pero necesaria e imprescindible, como una imitación del oxígeno. Por eso los novios respiran tranquilos. Observo las flores, alfombras, velas, el romero… parece que llevan allí toda la vida. Y en un lugar que parece disponer salpicaduras de sombras calmando luces, una atmósfera sin aspavientos, la Hacienda El Burgo de mi admirado Rodrigo Charlo. Una finca sevillana con clase, con el sabor de lo justo y necesario. Porque los novios querían ofrecer eso, amor sin aspavientos. Pero bien adornado. Silvia vivió la muerte de cerca cuando la atracaron en su joyería Shaw de La Plaza Nueva. A punta de pistola. Quizá parte del brillo de sus ojos sea ése, el de alguien que sabe del miedo y aún así sigue adelante. Juan los observa sin parar mientras pienso en la palabra amor. Las personas siguen apostando, ¡¡qué apostando!!, un órdago a la vida.

Adornemos el amor, señores. Como nuestras casas, nuestros cuerpos y nuestras bodas. Saquen las mejores galas para decir “te quiero”. Y como aquello que canta Sabina… “Que todas las noches sean noches de bodas, que todas las lunas sean lunas de miel”.

Felicidades a los dos. Seguid adornando vuestro matrimonio como vuestra boda porque cuando me marché, a altas horas de la noche, miré la luna. Y estoy segura de que María la había pintado de miel.