Traigo las manos llenas de dudas y las repuestas sobre mi espalda pesan más que los interrogantes.
Me responden antes de preguntar y se acumulan las opiniones.
Debo analizarlas, despacio, lento.
Adjudico cada respuesta a su enunciador. Aquel no es digno, por su propia vida, de ser pensado. Algún otro tampoco. No descargo las inteligentes. Voy liberando los kilos de dilema mientras leo a los sabios. Esos que ya no levantan la cabeza.
Tanto peso ya duele.
Mañana pensaré sobre el silencio.